De
este lado del mundo la gente se gana la vida -o la pierde- como puede. A diario
millones de almas o lo que queda de ellas ponen la imaginación al servicio de
la supervivencia. Y por esas trampas que nos impone la rutina somos capaces de
percibirlo sólo cuando algo altera el paisaje al que estamos acostumbrados.
Aquella
mañana algo estaba desencajado. El tren llegaba en horario y con la densidad
acostumbrada, sin embargo el alegre trovador moderno lloraba enroscado a su
guitarra.
Debí
seguir mi camino de oficinista imperturbable pero aquel descalabro de lo
cotidiano impidió que me hiciera el desentendido. Entonces me acerqué y le
pregunté si podía ayudarlo y me respondió:
—Pagame
el desayuno y te cuento la historia más triste que vieron estas vías.
Revolvía
el café como buscando respuesta. Hay gente que llora porque no tiene zapatos mientras otras ríen
sin pies, empezó diciendo y con tono épico continuó: esos pequeños héroes carecen de reconocimiento, y esa es nuestra
misión evitar que sus hazañas se pierdan en los vericuetos del olvido.
Quizás
un buen ejemplo sea Elías, un buscavida más de esta ciudad. Se ganaba la
vida como obrero metalúrgico y con ello pudo levantar una casa, alimentar a su
esposa y educar a cuatro niños. De día trabajaba y por las noches bebía. Se
emborracha porque sí, para tener por qué sentirse mal. Cuando llegaba a casa,
tampoco se encontraba con lo predecible sino con niños sonrientes que lo
ayudaban a desvestirse mientras la mujer acomodaba la cama y le garantizaba
silencio.
Pero
una noche de verano, hace ya quince años, ocho meses y cuatro días, una
oscuridad apocalíptica se adueñó de su destino. A la salida de un bar le
fallaron los reflejos y una parte de las vías del tren se quedó con sus
piernas. No volvió a caminar pero tampoco volvió beber.
Cuando
Elías perdió las piernas ya estaba cansado de transitar aquellas escaleras,
subía y bajaba ese conjunto de peldaños cuatro veces por día: dos cuando se iba
a trabajar y otras dos cuando volvía.
Después
de recuperarse del accidente, si puede decirse que lo hizo, cambió de oficio.
Desde entonces, partía a trabajar a las cuatro de la madrugada y en veintitrés
minutos recorría las dieciséis cuadras que separaban su casa de la estación de
tren.
Manejaba
la silla de ruedas con maestría pero aún así le costaba sortear el obstáculo de
los cuatro metros con cuarenta y dos centímetros de altura del paso a nivel
bajo tierra que debía sortear para cruzar las vías. Esa diferencia entre un
lado y otro de los andenes, quizás imperceptible para cualquier otro ser humano,
eran para Elías un abismo. Veintiséis escalones hacia abajo, veinticinco metros
de un lúgubre y hediondo pasillo más otros veintiséis escalones hacia arriba,
se imponían como peaje en la mejoría de sus ingresos; por esos caprichos de la
estadística, del otro lado de las vías siempre se juntaba más dinero. Nadie le
prestaría atención a tan ínfimos y específicos detalles, pero cuando te faltan
las piernas, los detalles cuentan, cada uno de ellos hace la diferencia. Cada
vez que cruzaba las vías Elías contaba de nuevo los escalones y con ellos
evocaba el recuerdo de todo aquello que perdió junto a las piernas.
Una
noche, como tantas otras, Elías, el Flaco y el mudo que vende medias se
quedaron esperando que partieran todos los pasajeros del tren y con ellos las
últimas monedas. Había sido un día sofocante por eso los más jóvenes destaparon
una cerveza y se sentaron a disfrutarla bajo los murales de la esquina oeste.
Los
grafittis le daban color a los sombríos túneles de la estación y todos ellos exhibían
crípticos mensajes superpuestos. Elías estiró los brazos, hizo sonar los dedos
y dijo:
— ¿Qué
mierda dirá ahí, no?
El
mudo limpiándose el silencio en la garganta, le respondió con picardía:
—Dicen
que si lo pronuncias tres veces seguidas aparece un mago capaz de concederte el
más imposible de tus deseos.-
Sonriendo
los saludó con la mano alzada y salió de la estación con urgencia para rendir a
la patrona el fruto de sus esfuerzos.
Entre
risas el lisiado repetía como esquizofrénico:
—Racnurak…
Rañorac… Reigñoraq
—Raknurac…
Reigñorac… Raknurak
—Racnurak…
Rañorac… Reigñorak
Las
carcajadas estallaron amplificadas por la soledad del túnel de concreto
rompiendo el ritmo de las goteras de una vieja cañería pinchada por ahí.
Cuando
se restableció el silencio, Elías miró a su compañero y le confesó:
—No
sabés cómo te envidio, Flaco. Me muero por tomar una cerveza.
De
repente, como si viniera desde el mismo infierno, escucharon el creciente
silbido de una canción conocida; nunca supieron de donde salió porque lo vieron
recién cuando ya estaba muy cerca de ellos. Era un hombre alto y atlético
vestido con un sobretodo negro, de piel muy pálida y ojos oscuros. Su aspecto era
realmente inquietante pero mucho más lo era su sonrisa.
Sacó
del bolsillo una de sus manos enfundadas en guantes también de cuero negro, y
extendiéndosela al Flaco se presentó como Adán. Giró su rostro hacia el tullido
y le dijo con firmeza:
—Aquí
estoy Elías, tal como pediste.
Entonces
con la cara sonriente el equilibrista de la silla le pide con un gesto al Flaco
que se vaya. Mientras se aleja el hombre puede ver a Elías y Adán frente a
frente justo antes que las luces se apagaran y le dieran fin a la jornada
ferroviaria.
Luego
de cruzar las vías vuelve a mirarlos desde el otro lado del andén; Elías
todavía mira fijo al tipo del sobretodo y mueve la cabeza como si asintiera sin
emitir una sola palabra. Adán da media vuelta sobre sí mismo y se va por donde
vino, sonriendo. Elías se queda ahí mirando al extraño desaparecer por la esquina
donde están las escaleras.
Hoy
Elías no pudo maravillar a los transeúntes desprevenidos con sus malabares de ascenso
hacia el infierno. Esta mañana, Elías no estiró su mano curtida a los pasajeros
del tren; nadie escuchó su voz ronca de acento provinciano pidiendo monedas.
Tampoco
se enteró que su hijo recibió una propuesta para jugar en Newell's ni supo que
su esposa ganó los diez millones en el juego de Susana.
Lo
encontraron muerto antes del amanecer. Sin rastro alguno de la silla de ruedas,
con una botella de cerveza en la mano, una sonrisa inmensa en la boca y los
ojos abiertos fijos en el mural de letras naranjas en las que apenas puede
leerse: Ragnarök.-
Muy bueno, me engañaste, porque pensaba que la historia iba para otro lado. Pero no, y eso es excelente.
ResponderEliminarSaludos
J.
Wow. Larga vida a este blog.
ResponderEliminarSaludos!